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Socialismo y reforma social



Karl Korsch

La oposición entre socialismo revolucionario y reforma social no es nada nueva en el movimiento obrero. Ya el economista burgués Lexis escribía en su libro sobre sindicatos franceses (Leipzig, 1879) las siguientes frases, en las que hoy no podemos menos de encontrar un inequívoco acento profético:

"La aspiración a una elevación uniforme de la masa entera de su clase no podrá constituir jamás otra cosa que un postulado teórico de la política de solidaridad obrera. El propio movimiento obrero va formando involuntariamente nuevas capas. Y en consecución de la elevación de toda una capa podremos cifrar, sin duda, el auténtico progreso social; la disminución progresiva de la capa inferior puede ser considerada al mismo, tiempo, como objetivo alcanzable. De este modo, sin embargo, pierde el problema social, en virtud de esta disolución de la clase obrera en capas diferentes, esa simplicidad abstracta que parece exigir una solución absoluta."

Quien tenga ojos para ver podrá ver, con claridad absoluta, que la evolución prevista por Lexis está hoy en marcha –y en no escasa medida-- en Europa y Norteamérica. Todas aquellas capas de la clase obrera que han mejorado de situación económica y cuyo modo de pensar y de sentir ha ido aproximándose al modelo pequeño-burgués y, sobre todo, sus líderes, alejados personalmente hace ya mucho tiempo del modo de vida proletario, sobre el que se han elevado, comenzaron hace varios decenios a pensar de manera contrarrevolucionaria. De ser ciertas aquellas famosas palabras de Marx, de acuerdo a cuales "de todos los instrumentos de producción, la propia clase revolucionaria constituye la fuerza de producción más potente", no podremos menos de vislumbrar en esta evolución un enorme peligro para el socialismo. Si la clase de los obreros asalariados pierde su unidad y su empuje revolucionario, la realización del socialismo resultará, sin duda, cada vez más problemática.

Quienes nos sentimos titulares, en esta fase crítica del movimiento revolucionario, del legado de Marx, no podemos darnos por satisfechos con insultar y denigrar personalmente a los "socialtraidores". Antes bien habremos de preguntarnos, por el contrario, con seriedad y fuera de todo prejuicio, si en la situación en la que hoy realmente nos encontramos y desde un punto de vista marxista, precisamente, no estarán en posesión de la razón cuanto renuncian por el momento a seguir alentando la llama revolucionaria y (al igual que los "revisionistas" de los años anteriores a la guerra) se limitan a intentar la mejora y elevación social y económica de la clase obrera –globalmente considerada o por capas de la misma-- mediante una serie de reformas parciales dentro del orden social capitalista. De querer y poder dar crédito a sus palabras, habremos de aceptar que hoy por hoy quienes propugnan este programa coinciden en su objetivo último con nosotros. También ellos aspiran a la plena abolición, en un futuro lejano, de la ordenación social capitalista. Dado el derrumbamiento y caos de nuestra economía, exhausta a consecuencia de la guerra y de sus secuelas, sólo cabe pensar, de cara al presente y futuro inmediato, en una reconstrucción de la economía capitalista y toda idea de reedificación socialista dirigida de manera rectilínea a la realización del objetivo final no puede ser calificada sino de imposible y utópica.

Para llevar a cabo, de acuerdo con el espíritu marxista, una crítica lo suficientemente profunda de esta teoría, habremos de procurar situarnos, ante todo, en el punto de vista del enemigo, con el fin de desarrollar, partiendo del mismo, sus contradicciones internas. Podemos, pues, decir que quizá tengan razón nuestros oportunistas contrincantes. Puede que la idea del socialismo decidido y revolucionario, la idea de acceder, partiendo del total desmoronamiento del viejo sistema económico, a un sistema totalmente nuevo, la idea, en fin, de construir sobre las ruinas del capitalismo un orden social nuevo, sea, tanto ella como la realización de la misma que proponemos, una perfecta utopía. Puede no constituir, efectivamente, sino un intento de atravesar de un solo salto toda una serie de necesarios estadios evolutivos. Puede que el socialismo, para no ser utópico, sino realizable prácticamente de acuerdo con una suma de conocimientos científicos, haya de renunciar en su praxis, de manera temporal y a la vista de las inexcusables necesidades del presente, a toda aproximación rectilínea a su objetivo último, dando un paso hacia atrás con el fin de no perder bajo sus pies el suelo de la realidad, ese suelo sobre el que en el futuro podrán darse todos los pasos adelante. Puede que la política realista (Realpolitik) exija en estos momentos lo que numerosos economistas burgueses –de indudable honradez subjetiva-- piden cada vez más insistentemente desde cátedras y que no sólo los seguidores y beneficiarios del viejo orden, sino también sus antiguos enemigos, llegados al poder sin estar en posesión de un programa bien elaborado alguno, comienzan a creer con buena consciencia que aumenta de día en día. Puede, efectivamente, que en nuestra situación actual y para poder tener de nuevo una economía, un talante político realista deba exigir ante todo la reimplantación de la economía capitalista "libre".

Dulcificada, por supuesto, mediante una política social, mediante una política fiscal tendente a nivelar y equilibrar los capitales, mediante una amplia protección a los obreros y un derecho laboral perfeccionado y vigente en el mundo fabril e industrial, regido al fin de manera constitucional y ya no despótica. Porque éste es un punto en el que, según parece, todos estamos de acuerdo: la economía capitalista que hemos tenido antes de la guerra, el capitalismo desenfrenado y no sujeto a traba alguna, ese capitalismo que avanza sobre los despojos de sus víctimas, no debe ni puede ser nuevamente implantado. Una vuelta a la economía capitalista sin evolución ni perfeccionamiento de nuestra política social pre y postrrevolucionaria sería hoy de todo punto imposible por una larga serie de razones sociopsicológicas, de igual modo que lo sería si pretendiera ir acompañada del abandono de esa mínima medida de logros de orden político-social que la guerra y la revolución han convertido provisionalmente en un hecho consumado.

De manera, pues, que si por un lado reina hoy entre cuantos se autocalifican de socialistas, y en no poca medida incluso en amplios círculos burgueses, una indiscutible unanimidad acerca de la convergencia de proceder a una política distributiva de carácter social que haga justicia a las aspiraciones actuales de un proletariado que tanto en Europa entera como América ha cobrado una mayor consciencia de sus inexcusables necesidades vitales, y por otro nos colocamos los socialistas decididos en el plano de una política práctica que a pesar del radicalismo de sus puntos de vista no se propone como objetivo fundamental culminar la catástrofe de una economía capitalista en pleno desmoronamiento, sino la construcción, por el contrario, de una economía socialista que satisfaga las necesidades vitales de la comunidad, no podrá negarse que la elección entre reforma social y socialismo revolucionario queda extraordinariamente simplificada. De la esfera de los deseos y pasiones personales pasa a corresponder así plenamente a la de las consideraciones objetivas, demostrables y refutables de acuerdo con el método científico. De manera, pues, que, en realidad, nos encontramos ante una pregunta totalmente objetiva y cuya respuesta sólo puede venir por la vía del conocimiento: ¿hasta qué punto hay que transformar el orden tradicional para conseguir una satisfacción duradera de las necesidades sociales hoy reconocidas y aceptadas de manera general por todos los partidos? Si bastara para ello efectivamente, como parecen creer hoy tanto gran número de personas alejadas de las cuestiones económicas como muchos de los políticos que en otro tiempo parecían decantarse hacia el socialismo, con la instauración de una política social lo más amplia posible en una economía capitalista nuevamente en marcha, no cabría la menor duda de que postergar la satisfacción de las necesidades del presente en aras, simplemente, de un viejo sueño de futuro y exigir una economía y una cultura "socialistas" en un momento en el que lo más importante y lo que realmente está en juego es conseguir otra vez una economía sin más , una economía capaz de marchar, capaz de funcionar, capaz de asegurar a todos ese mínimo vital que hoy parece tan precario y sin el que no podemos seguir en pie ni tener cultura en ninguno de los sentidos del término, implicaría un sacrificio excesivo para las masas y no constituiría, en última instancia, sino una exigencia verdaderamente intolerable. De manera, pues, que en virtud de la necesidad general y durante no poco tiempo, el objetivo de la política alemana, aceptado por todos los partidos más allá de cualesquiera otras divergencias y al que resultaría forzoso tender no sería otro que un capitalismo mitigado, en fin, hasta el limite de lo posible. Así es quizá, me digo, como se dibuja en la mente de los más honrados de los "socialistas" que hoy han accedido al poder, el objetivo político del momento. Y tendrían razón, toda la razón, si los descubrimientos científicos de Marx, con la renovación copernicana de la economía a que dieron lugar, no hubieran demostrado de manera harto irrefutable lo decididamente inconciliable de aquello que todos ellos tienden a ver conciliado en sus mentes. Si fuera posible un capitalismo que funcionara como sistema creador de unas condiciones de vida verdaderamente humanas para todo hombre, un capitalismo sin el adverso oscuro de explotación, necesidad y miseria que ha acompañado a todos los capitalismos que hasta la fecha han tenido una existencia histórica real, si el capitalismo como sistema económico pudiera soportar duraderamente esa mínima dosis de política social que hoy se ha visto obligado a aceptar en virtud de una serie de disposiciones decretadas durante el período bélico y de decretos revolucionarios, ¿quién de nosotros pudiera creer en ello sería tan ideólogo como para oponerse negativa y destructivamente a la edificación de este bien relativo en virtud de un bien absoluto únicamente alcanzable, al modo de objetivo último, en un futuro remoto? Únicamente cuando hayamos penetrado a fondo por la vía del conocimiento científico en la imposibilidad, en lo puramente ilusorio de semejante conciliación –tan propia, en apariencia, de una "política realista"-- de política de producción capitalista y política de distribución socialista, únicamente entonces –pero entonces de manera rigurosamente ineludible-- dejaremos de ser activistas y reformistas de sentimientos e ideas "sociales" para convertirnos en auténticos socialistas, es decir, en partidarios de un socialismo en el que la ciencia, la fe y la disponibilidad para una acción socialista se funden en una unidad indisoluble.

El socialismo y comunismo decidido y revolucionario se distingue, pues, profundamente de la poco clara e ilusoria política del socialismo mayoritario –un socialismo de aspecto cada vez más pequeño-burgués-- en virtud de un conocimiento propiamente "científico". Considerado en su conjunto, el programa reformista de la mayoría socialista contradice uno de los axiomas más importantes del socialismo científico o marxista, es decir, va contra la afirmación de que todo cambio de las relaciones sociales de distribución, resulta imposible sin transformación de las relaciones de producción subyacente, de tal modo que no hay reforma socialpolítica ni más justo reparto de bienes en el seno de una economía organizada de manera básicamente capitalista que no estén sujetos a unas limitaciones insuperables. Con la ignorancia de una tesis económica de la importancia de ésta, el socialismo reformista de nuestros días viene a caer por debajo no sólo del nivel del conocimiento marxista, sino por debajo asimismo del nivel burgués, acabando por no constituir sino una renovación debilitada de aquel viejo ideal de Proudhon que, como es bien sabido, se proponía "eliminar el lado malo de toda categoría económica" con el fin de "conservar tan solo lo bueno", al que ya Marx sometió en su momento a una crítica demoledora. En el conflicto que así se origina entre el modo de producción capitalista que sigue en pie y que exige, de manera inexorable, una distribución de bienes acorde con él, necesaria en virtud de su propia existencia, por una parte, y la buena voluntad confusa e indecisa de una serie de políticos pequeño-burgueses ilusorios, por otra, que pretenden imponer al sistema de distribución socialista, privando de este modo al capitalismo de aquello, precisamente, sobre lo que descansa y que garantiza su existencia, en esta lucha desigual, en fin, ha de triunfar necesariamente el partido más fuerte. El socialismo reformista, que confunde de manera premarxista y precientífica las formas históricas de producción capitalista de mercancías con las leyes absolutamente válidas de toda producción de bienes, no puede, en consecuencia, imaginar un abandono decidido y radical de los fundamentos del sistema capitalista (de las relaciones capitalistas de producción), por lo que no podrá menos de verse precisado a renunciar incluso, impotentemente, a la política "social" de distribución que postula, en la medida en que ésta pudiera poner realmente en peligro intereses capitalistas de orden vital.

Vamos a referirnos, por último, en breve síntesis, tanto a las vías de organización económica que desde un punto de vista científico resultan hoy posibles, como a las que resultan de todo punto impracticables. La apariencia externa que podría incitar a un observador totalmente superficial a dar crédito a la presunta viabilidad económica de una economía esencialmente capitalista que unida a una política social efectiva fuera capaz de acabar totalmente con la prolongada situación de escasez y necesidad en que se encuentran clases y grupos enteros, no debe inducirnos a error.

El hecho de que hoy parezcan casi ilimitadas las posibilidades de reforma social se debe exclusivamente (como una y otra vez subrayan economistas clarividentes de toda filiación) a que actualmente todo aumento en los costes de producción debido a mejoras de la situación obrera puede ser totalmente compensado a costa de los consumidores, de manera similar a como durante la guerra podía ser "cubierto" todo gasto no productivo y todo nuevo aumento en los costes de producción mediante el recurso a los empréstitos. Quien no esté ciego y sea lo suficientemente honrado como para reconocer las cosas como son no podrá menos de admitir –tanto si es socialista como si es capitalista-- que de seguir fieles a nuestra actual política económica acabaremos por precipitarnos, con velocidad creciente, a un total desmoronamiento del orden económico capitalista, dado que hemos dejado de cubrir los costes de la producción en curso mediante los beneficios de la ultima y para subvenir a ellos estamos consumiendo y repartiendo el capital productivo existente. Todo consideración imparcial de nuestra actual situación económica y sociopsicológica ha de llevarnos, pues, a la conclusión de que en las actuales circunstancias sólo nos quedan dos vías: la de un capitalismo desenfrenado, totalmente libre, en disposición de avanzar por encima de sus víctimas lejos de cualquier injerencia medianamente relevante, de orden socialpolítico o político-fiscal, en el "provecho", en la "rentabilidad" o en la "libre competencia" ni, todavía menos, por supuesto, en la distribución de bienes, o la de una reconstrucción planificada y socialista de nuestra arruinada economía. Estas son nuestras dos posibilidades. Junto a ellas no hay una tercera realmente viable. Lo que en su lugar propone hoy el utopismo pequeño-burgués en la persona de los miembros de la mayoría socialista en el gobierno, es decir, la reforma socialpolítica del sistema de distribución en el marco de un sistema de producción capitalista cuyas líneas esenciales permanecen intactas no puede ir, frente al poder superior de dicho sistema, más allá de una charla vacía e inoperante o bien, en el caso de pasar del terreno de los deseos y de las palabras al de los hechos, a la ruina declarada. Porque semejante política acabaría totalmente con la economía capitalista existente sin preparar de modo paralelo el camino hacia una futura economía socialista. Nos llevaría al caos y a la catástrofe: a un caos a partir del que en el mejor de los casos y al cabo de un desorden ilimitado y de una miseria imponderable iría organizándose por si misma y desarrollándose de nuevo la vieja y hoy decadente ordenación social capitalista, pero nunca, desde luego, un orden social de tipo superior. Una vez visto y comprendido esto claramente no podemos elegir ya sino entre dos posibilidades; únicamente nos queda definir si confiar el futuro de la sociedad humana al capitalismo o , por el contrario, al socialismo. En la lucha entre ambos no cabe, para nosotros, neutralidad alguna, ni, mucho menos, una postura de compromiso que pretendiendo quedarse con todos los aspectos favorables de uno y otro sistema y ninguno de los rechazables, acabe por no tener entre sus manos sino una ilusión vacía de todo contenido. Quien entre nosotros abrigue, pues, el convencimiento de que el capitalismo desenfrenado e ilimitadamente libre de los años anteriores debe regresar (aún en el supuesto de que pudiera realmente hacerlo a pesar de la oposición de una clase obrera unida de nuevo ante semejante peligro) no puede ya optar, dado que la idea de una r reforma realmente útil y efectiva se ha revelado utópica, sino por única vía: la vía de la reconstrucción socialista, la única capaz quizá de salvarnos del caos y de la destrucción y a la que debemos dirigir nuestro ánimo y nuestros deseos aunque sólo sea para evitar que en los futuros días de miseria material nuestras fuerzas psíquicas acaben por hundirse también en un brutal desespero.