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Los límites de la oposición


Víctor Serge

En 1957 se publicó en Buenos Aires, por el desconocido sello de Ediciones Antloy, un volumen colectivo bajo el título de Examen del comunismo. A diferencia de la proliferación de volúmenes de título semejante saturados por la retórica vacía de la guerra fría, se reproducían allí interesantísmos trabajos críticos del régimen soviético desde perspectivas socialistas, a veces moderadas (socialdemócratas), otras radicales (anarquistas, consejistas...), en un amplio espectro que iba desde Rosa Luxemburg hasta Otto Bauer, pasando por autores como Ernst Toller, Carlo Roselli, Herbert Read o Waldo Frank. No hay indicación del compilador, aunque hay un prólogo firmado por Octavio Rodríguez Maure. Allí se publicó este texto de Serge, en verdad fragmento del artículo “Les Oposittions en URSS” (1945), incluido en Le Nouvel Imperialisme Russe.

Se imponen algunas conclusiones después del advenimiento del totalitarismo staliniano y de la total exterminación de los bolcheviques. 1° La Rusia soviética fue, después de España, el país que ofreció la resistencia más tenaz y sangrienta al totalitarismo nazi. 2° En su conjunto, las oposiciones comunistas, desde 1920 han luchado contra la tendencia del sistema totalitario en Rusia, sin tener clara conciencia de ello, salvo casos excepcionales. 3° Los otros partidos de la revolución rusa vieron el peligro antes que los bolcheviques, pero es un hecho que la resistencia más obstinada fue la de los bolcheviques mismos. 4° Esta resistencia fue de tal modo irreductible que concluye con una completa exterminación. Había entonces incompatibilidad absoluta entre la mentalidad socialista de los hombres de la revolución y el nuevo despotismo.


No es posible desde luego dejar de pensar que la difícil victoria del totalitarismo no era de ningún modo algo fatal y que los revolucionarios que se rebelaban sin cesar contra él, si hubieran visto más claro (y ello era posible: su lenguaje individual era más neto y explícito que sus documentos políticos), si hubieran estado menos divididos, podrían haber dado a la URSS otro rumbo. Reconozcamos también que la burocracia encontró en Stalin un jefe excepcional, a la vez mediocre pero suficientemente hábil y de un rara fuerza de carácter. Los oposicionistas actuaban semiparalizados por un sentimiento apasionado de fidelidad del Partido amenazado, y por una ideología marxista que había llegado a ser insuficiente en una época de colosal revolución técnica como la que ha presenciado el siglo XX, a quien conocían a fondo, no pudo prever los desplazamientos de las fuerzas sociales provocados por los desenvolvimientos de la industria moderna y las ventajas que ella ofrece a la tiranía. Los oposicionistas bolcheviques participaron del optimismo del movimiento socialista en general, que no preveía que el colectivismo podía servir para establecer una explotación del trabajo aplastadora y terrible. La adhesión afectiva a la revolución hacía que la menor duda respecto de su éxito apareciera como una herejía a la que había que castigar. Cuando aquel que acababa de pronunciar la exclusión y la deportación contra sus camaradas “de poca fe” (esas palabras fueron superabundantemente empleadas) se ponía a dudar él mismo, otros oposicionistas lo acusaban a su vez. Eso duró hasta el día en que ya no quedaron más que un número muy reducido de verdaderos socialistas. Provistos de una fuerte educación doctrinal, las sucesivas oposiciones se vieron divididas por rencores de perseguidos y por inquinas de teóricos. La izquierda había denunciado a la derecha como capaz de facilitar un desplazamiento hacia la restauración del capitalismo. La derecha había denunciado “el aventurerismo” y el eclecticismo intelectual del “trotskismo”. Fue necesario el aplastamiento común para que los unos y los otros comprendieran que la cuestión vital era de naturaleza política: la de la libertad de opinión, del mínimo de democracia y que el peligro mortal no estaba ni en el enriquecimiento por lo demás moderado de los rurales, ni en la solidaridad internacional más o menos intransigente, ni en las formas de concebir la industrialización de un país pobre, sino en el crecimiento de un despotismo absoluto e inhumano.

Los oposicionistas eran excelentes socialistas, instruidos y llenos de espíritu de sacrificio. Todos habían tenido alguna vez que elegir entre la persecución y la tranquila vida de una carrera gubernamental y todos renunciaron deliberadamente a los privilegios. El jacobinismo deformaba su humanismo marxista. Era autoritarios, intransigentes hasta la intolerancia, disciplinados hasta admitir el olvido y la postergación de conciencia individual. El jacobinismo les había resultado en el trabajo de zapa contra el imperio, luego en la tarea de la toma del poder, más tarde en la guerra civil y aún en la reconstrucción.

Éxitos colosales, finalmente, pero con grandes pérdidas que hubieran debido hacer reflexionar más profundamente, como el fracaso del comunismo de guerra, la tragedia de Kronstadt, el sofocamiento y la mordaza de toda crítica seria, así como la exterminación de los otros movimientos socialistas. Los éxitos y los fracasos establecían entre las oposiciones y el poder, responsabilidades comunes. Durante demasiado tiempo creyeron que la máquina estaba en buenas condiciones y que bastaba cambiar a los mecánicos para que todo fuera mejor. Trotsky murió con la idea del “Estado obrero con deformaciones burocráticas”, como calificaba él a la actual situación rusa. En Rusia, recién en 1932, se empieza a comprender que la máquina misma era humanamente intolerable. En ese momento, los hombres de la oposición de derecha y de izquierda, se reconciliaron.

Desde 1920-21, las masas soportaban el partido más de lo que ellas sospechaban. El partido sabía que su aislamiento duraría hasta el retorno de un cierto bienestar. Temiendo a la opinión del país, le negaba la palabra. Se decía corrientemente: “Dejad hablar un poquito, y la pequeñoburguesía contrarrevolucionaria (la campesina sobre todo) tomará la palabra... Seremos arrasados. En seguida vendrá una especie de fascismo”. Era plausible. Pero a favor del estado de sitio y del silencio, los elementos pasivos y retrógrados se instalaban también en todos los rodajes y engranajes del Estado-Partido.

La oposición de izquierda, la más audaz, no se atrevió jamás a ir más allá de un programa de democratización progresiva del partido y algunos sindicatos. No haber osado correr el riesgo de dirigirse al país, de apelar a él, acaso fue la falta más grave y suicida. El fetichismo del partido explica esta falta. No se era ni “miembro del partido”, ni ciudadano; se era partiletz, un “hombre del partido”, un fragmento de ese conjunto sagrado que Bujarin había denominado un día como “cohorte de hierro” y que en realidad no era más que un aparato de burócratas sin alma, de oficinas deshumanizadas y una masa de pequeños privilegiados.

Las rebeliones del humanismo eran profundas y antiguas. Se había manifestado desde el comienzo de la revolución por la lucha de Máximo Gorki contra el terror; por la insistencia de Riazanov en reclamar la abolición de pena de muerte; por los esfuerzos de Kamenev por salvaguardar un mínimo de libertad para el pensamiento impreso y por el apoyo prestado a la joven literatura soviética hasta 1927. Yo he conocido a muchos militantes bolcheviques que no cesaron jamás de indignarse de los rigores jacobinos. El culto al jefe sólo llega a imponerse con el totalitarismo. Trotsky no fue el “jefe” ni aun el líder incontestado de la oposición de izquierda. Era sí amado y escuchado como una inteligencia intrépida y un carácter seguro, pero era discutido sin asomo de violencia. Vencido y preso, la izquierda adopta la denominación de “bolchevique leninista” a fin de afirmar su deseo de ortodoxia. Pero muy pronto se divide en dos corrientes: los viejos ortodoxos, que soñaban con un verdadero retorno al bolchevismo ideal, y los investigadores que creían necesario plantear libremente las grandes y fundamentales cuestiones...
México, julio de 1945