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El camino de la utopía



x Fernando Martínez Heredia

De niño, mi tía Paula me proporcionaba la aventura del gran libro cristiano, en una aldea sin libros ni biblioteca. Allí leí: “Después vi un cielo nuevo y una tierra nueva (…) al que tenga sed, yo le daré gratuitamente del manantial del agua de la vida”. Niño curioso, le pregunté a un obrero del ingenio, negro y socialista: “¿quién es Lenin?”. Y me contestó: “Lenin es el que dijo: la propiedad es un robo”.

Después, en la biblioteca de la ciudad, leí en La Edad de Oro, de José Martí: “… y en que ha de parar el mundo, cuando sean buenos todos los hombres, en una vida de mucha dicha y claridad, donde no haya odio ni ruido, ni noche ni día, sino un gusto de vivir, queriéndose todos como hermanos, y en el alma una fuerza serena…”

Con materiales como esos me hice mi idea de utopía, idea personal o de pequeños grupos, como eran entonces en Cuba las ideas de utopía.

De pronto el pueblo entró en insurrección, logró triunfar sobre sus opresores y destruyó el aparato entero de la dominación burguesa, y la neocolonial.

Desde entonces nos apoderamos del propio país, de la vida y de los sueños, ahora reunidos los millones que no nos conocíamos: combatimos, trabajamos, sentimos, estudiamos y pensamos juntos, y derrotamos a los imposibles. Aprendimos a cambiarnos a nosotros mismos. También cambió el sentido de los tiempos, y el futuro —que había sido tan mezquino o incierto— se tornó proyecto y utopía.

Pero con ese triunfo no se convirtió en vida y realidad palpable la utopía, ni terminó el camino. Apenas comenzaba, y era muy largo.

En sus jornadas y sus paraderos hemos conocido la angustia y la maravilla, la unión y las rupturas, la felicidad y el dolor, los logros inmensos y los retrocesos, las creaciones y la dura persistencia del pasado del ser humano y la prehistoria de la humanidad.

Una de las razones fundamentales de que siga viviendo este camino cubano de la utopía es la práctica del internacionalismo, que desarrolla tanto a los que dan, más que a los que reciben.

“No queremos construir el paraíso en la falda de un volcán”, dijo Fidel en 1970, y esa ha sido hasta hoy la actitud de Cuba.

La comprensión de la necesidad de un ámbito mundial para las estrategias y la utopía —y de la pertenencia a la América Nuestra del proceso cubano— han constituido avances culturales colosales, que permiten pensar de maneras nuevas.

A casi 30 años del triunfo de 1959, escribí contra el cientificismo “de izquierda” que rechazaba la utopía, ciego ante dos tipos de realidades: “el componente profético que prende en las masas en determinadas circunstancias sociales y a partir de las raíces culturales que ellas tienen, y la profecía que completa, sustituye o comparte con la previsión la misión intelectual de formular cómo será el futuro esperado, o al que se está destinado, el lugar de llegada social que debe alentar las representaciones y esperanzas”.

Un tiempo después caractericé a la utopía como un más allá que es posible, a través de la actuación consciente y organizada, si ella es capaz de volverse cada vez más masiva y profunda, y de llevar adelante un proceso de violentaciones sucesivas de las condiciones de reproducción de la economía, la política y las ideas, teniendo como brújula la liberación de todas las dominaciones y la creación de una nueva cultura.

Pero el siglo terminó muy mal. El socialismo, el desarrollo, la soberanía y la autodeterminación de los pueblos de la mayor parte del planeta, la idea misma de futuro, parecían cosas del pasado. El XXI, sin embargo, ha comenzado bien: en América Latina se levantan pueblos que comienzan a proponer la conquista de un mundo nuevo.

Este resurgimiento continental tiene dos caras: los movimientos populares combativos, que defienden identidades y demandas, pero van mucho allá de ellas, y algunos poderes populares que están sirviendo como cauce y como instrumento para procesos de liberación y de coordinaciones regionales.

Nunca se perdió la esperanza, no desaparecieron las luchas ni el pensamiento rebelde durante el largo período precedente, pero son las prácticas actuales, que involucran a millones, las que han vuelto a traer a la utopía al escenario histórico. Todavía hay más optimismo que realidades, y eso es muy positivo, porque la mayor victoria del capitalismo parasitario y expoliador contemporáneo ha sido cultural: despojar a los dominados de la voluntad de rebelarse, de la esperanza en que es posible liberarse.

De la cultura acumulada por la humanidad viene el nombre para el mundo que nace: socialismo. Pero de las necesidades de hoy y la conciencia que existe surge la exigencia de que el socialismo del siglo XXI sea mucho más radical, incluyente, democrático, diverso y ambicioso que los que han existido. Para que la utopía se torne un más allá posible necesitaremos política socialista y poderes populares socialistas.

Han de ir unidos el poder y el proyecto, pero siempre el primero al servicio del segundo. Debemos ser creativos a un grado no soñado hasta ahora, y la garantía principal del rumbo y del ideal estará en que no sean falanges de iluminados los creadores, sino millones.

Por Cuba