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Carlos Marx, el "temible jefe de la Internacional" en el recuerdo de sus hijos



Mis amigos austriacos me piden que les envíe algunos recuerdos de mi padre. No podíanhaberme pedido nada más difícil [...] Muchas historias se han contado sobre Karl Marx, sobre sus "millones" (en libras esterlinas, por supuesto, ya que no podía ser moneda de menor denominación), hasta una subvención pagada por Bismarck, al que supuestamente visitaba constantemente en Berlín en los días de la Internacional (¡!).

Pero después de todo,para los que conocieron a Karl Marx ninguna leyenda es más divertida que esa muydifundida que lo pinta como un hombre moroso, amargado, inflexible, inabordable, una especie de Júpiter Tonante, lanzando siempre truenos, incapaz de una sonrisa, aposentado indiferente y solitario en el Olimpo. Este retrato del ser más alegre y jubiloso que haya existido, cuya cálida risa era contagiosa e irresistible, del más bondadoso, gentil, generoso de los compañeros es algo que no deja de sorprender —y divertir– a quienes lo conocieron.

En su vida hogareña, lo mismo que en las relaciones con sus amigos e inclusive con los simples conocidos, creo que podría afirmarse que las principales características de Karl Marx fueron su perdurable humor y su generosidad sin límites. Su bondad y paciencia eran verdaderamente sublimes. Un hombre de temperamento menos amable se hubiera desesperado ante las interrupciones constantes, las exigencias continuas que recibía de toda clase de personas. Que un refugiado de la Comuna —un viejo terriblemente monótono, por cierto que había retenido a Marx durante tres horas mortales, cuando se le dijo por fin que el tiempo urgía y que todavía había mucho trabajo por hacer, le respondiera: "Mon cher Marx, je vous excuse" es característico de la cortesía y la gentileza de Marx. [...]

Pero era en su relación con los niños donde Marx era quizá más encantador. No ha habido compañero de juegos más agradable para los niños. El recuerdo más antiguo que tengo de él data de mis tres años de edad, y "Mohr" [el moro] (tengo que usar el viejo apodo familiar) me llevaba cargada sobre sus hombros alrededor de nuestro pequeño jardín en Grafton Terrace poniéndome flores en mis cabellos castaños. Mohr era, en opinión de todos nosotros, un espléndido caballo. Antes —yo no recuerdo aquellos días pero me lo han contado— mis hermanas y mi hermanito —cuya muerte poco después de mi nacimiento fue una pena de toda la vida para mis padres— "arreaban" a Mohr, atado a unas sillas sobre las que se "montaban" y que él tenía que arrastrar... Personalmente —quizá porque no tenía hermanas de mi edad— prefería a Mohr como caballo de montar. Sentada sobre sus hombros, agarrada a su gran crin de pelo, negro por aquella época, apenas con un poco de gris, me dio magníficos paseos por nuestro pequeño jardín y por los terrenos —ahora construidos— que rodeaban nuestra casa de Grafton Terrace.

Debo decir algo sobre el nombre de "Mohr". En la casa todos teníamos apodos. (Los lectores de El capital saben lo hábil que era Marx para poner nombres.) "Mohr" era el nombre habitual, casi oficial, por el que Marx era llamado, no solo por nosotros, sino por todos los amigos más íntimos. Pero también era nuestro "Challey" (supongo que se trataba, originalmente, de una corrupción de Charley) y nuestro "Old Nick". Mi madre era siempre nuestra "Mohme". Nuestra vieja amiga Hélène Demuth —amiga de toda la vida de mis padres— se convirtió, después de pasar por una serie de nombres, en "Nym". Engels, después de 1870, era nuestro "General".
[...]
Pero si Mohr era un excelente caballo, tenía otra cualidad superior. Era un narrador único, sin rival. He oído decir a mis tías que, cuando era niño, era un terrible tirano con sus hermanas, a las que "guiaba" por el Markusberg en Tréveris a gran velocidad, sirviéndole de caballo y, lo que era peor, insistía en que comieran los "pasteles" que hacía con una sucia masa y con manos más sucias todavía. Pero ellas soportaban el "paseo" y comían los “pasteles" sin un murmullo, para escuchar las historias que Karl les contaba como premio a sus virtudes. Y, así, muchos años después Marx les contaba historias a sus hijas. A mis hermanas —yo era entonces demasiado pequeña— les contaba cuentos cuando iban de paseo, y aquellos cuentos se medían por millas, no por capítulos. "Cuéntanos otra milla" era la petición de las dos niñas. [...]

Y Mohr también les leía a sus hijas. A mí, y a mis hermanas antes, me leyó todo Homero, todos los Niebelungen Lied, Gudrun, Don Quijote, Las mil y una noches, etc. Shakespeare era la Biblia de nuestra casa, siempre en boca de alguien y en manos de todos. Cuando cumplí seis años me sabía de memoria todas las escenas de Shakespeare.

Al cumplir los seis años, Mohr me regaló mi primera novela: la inmortal Peter Simple. A esta siguió toda una serie de Marryat y Cooper. Y mi padre leía cada uno de los cuentos al mismo tiempo que yo y los discutía seriamente con su hijita. [...] Debo añadir, que Scott era un autor al que Marx volvía una y otra vez, al que admiraba y conocía tan bien como a Balzac y a Fielding. Y mientras hablaba de estos y otros muchos libros mostraba a su hijita, aunque ella no se daba plena cuenta de esto, cómo buscar lo mejor de cada obra, enseñándole —aunque ella nunca pensó que le estaban enseñando, porque se habría opuesto a ello— a tratar de pensar, a tratar de entender por sí misma.

Y de la misma manera, este hombre "amargo" y "amargado" hablaba de "política" y de "religión" con su pequeña hija. Recuerdo perfectamente que, cuando tenía quizá unos cinco o seis años, al sentir ciertas inquietudes religiosas (habíamos ido a una iglesia católica a oír una bellísima música) se las confié por supuesto a Mohr y entonces él me explicó todo con gran claridad y directamente, de tal modo que desde entonces hasta ahora jamás una duda volvió a cruzar mi mente. Y cómo recuerdo su relato de la historia —no creo que jamás haya sido narrada de esa manera, antes o después—del carpintero a quien mataron los ricos, diciéndome una y otra vez: "Después de todo, podemos perdonar mucho al cristianismo, porque nos enseñó el amor a los niños".

Y el mismo Marx pudo haber dicho "dejad que los niños se acerquen a mí" porque, a dondequiera que iba, aparecían de alguna manera los niños. Si se sentaba en el Heath de Hampstead —un gran espacio abierto en el norte de Londres, cerca de nuestra antigua casa—, si se sentaba en un banco en algún parque, pronto se veía rodeado de un grupo de niños, que entablaban las más amistosas e íntimas relaciones con aquel hombre corpulento, de largos cabellos y barba, con bondadosos ojos castaños. Niños totalmente desconocidos se le acercaban, lo detenían en la calle [...]

Recuerdo que una vez un pequeño escolar de unos diez años detuvo sin ninguna ceremonia al temido “jefe de la Internacional" en Maitland Park, pidiéndole que "hicieran cambalache de navajas". Tras una corta y necesaria explicación de que "cambalache" era, en lenguaje escolar, "cambio", los dos sacaron sus navajas y las compararon. La del niño solo tenía una hoja; la del hombre tenía dos, pero no había duda de que estaban gastadas. Después de larga discusión se llegó a un acuerdo y se intercambiaron las navajas, añadiendo un penique el terrible “jefe de la Internacional", en consideración de lo gastado de su navaja.

Cómo recuerdo, también, la infinita paciencia y dulzura con que, una vez que la guerra norteamericana y los Blue Books desplazaron por el momento a Marryat y a Scott, respondía todas las preguntas y nunca se quejaba de una interrupción. Y, sin embargo, no debe haber sido pequeña molestia tener al lado a una niña conversando mientras él trabajaba en su gran libro [El capital]. Pero nunca permitió que la niña sintiera que estaba molestando.
[...]
He anotado estos recuerdos dispersos, pero estarían incompletos si no añadiera unas palabras acerca de mi madre. No es una exageración decir que Karl Marx no habría sido jamás lo que fue sin Jenny von Westphalen. Jamás las vidas de dos seres —ambos notables— se identificaron tanto, fueron tan complementarias una de otra.
[...]
Y pienso algunas veces que un lazo casi tan fuerte entre ellos como su devoción a la causa de los trabajadores era su inmenso sentido del humor. No hay duda de que nadie ha gozado más de un buen chiste que ellos dos. Una y otra vez —especialmente si la ocasión exigía decoro y compostura—, los he visto reír hasta que las lágrimas corrían por sus mejillas y, aun aquellos inclinados a molestarse por tan terrible ligereza, no podían hacer más que reírse con ellos. Y con cuánta frecuencia los he visto sin osar mirarse mutuamente, sabiendo los dos que si intercambiaban una mirada no podrían contener la risa. Ver a los dos con los ojos fijos en cualquier otra cosa, para todo el mundo como dos niños de escuela, sofocados de una risa contenida que por fin, a pesar de todos los esfuerzos, habría de estallar, es un recuerdo que no cambiaría por todos los millones que suele decirse que he heredado. Sí, a pesar de todos los sufrimientos, la lucha, las decepciones, era una alegre pareja y el amargado Júpiter Tonante no pasa de ser una ficción de la imaginación burguesa. Y, si en los años de lucha hubo muchas desilusiones, si tropezaron con una extraña ingratitud, tuvieron lo que pocos poseen: verdaderos amigos. Donde se conoce el nombre de Marx se conoce también el de Frederick Engels. Y los que conocieron a Marx en su hogar recuerdan también el nombre de la más noble mujer que haya existido, el honrado nombre de Hélène Demuth.

Para los que estudian la naturaleza humana no parecerá extraño que este hombre, que era tan gran luchador, fuera al mismo tiempo el más bondadoso y gentil de los hombres.

Entenderán que solo podía odiar tan ferozmente porque era capaz de amar con esa profundidad; que si su afilada pluma podía encerrar un alma en el infierno como el propio Dante era porque se trataba de un hombre leal y tierno; que si su humor sarcástico podía atacar como un ácido corrosivo, ese mismo humor podía ser un bálsamo para los preocupados y afligidos.

Mi madre murió en diciembre de 1881. Quince meses después él, que nunca se había separado de ella en vida, fue a reunirse con ella en la muerte. Después de la caprichosa fiebre de la vida, los dos reposan. Si ella fue una mujer ideal, él, bueno, él "era un hombre, en todo y por todo, como no espero hallar otro semejante" (Hamlet).